Reconozcámoslo. El género negro no ha sido profusamente cultivado por el cine español, y cuando lo ha sido, la criatura ha salido malparida al tratar de transplantas los códigos genéricos del cine de género americano sin más. Y los pocos casos (El crack, La caja 507) en los que la criatura ha podido sobrevivir a su propio parto han sido cuando esta ha matado a la madre durante el mismo, redefiniendo los personajes de acuerdo a elementos creativos existentes en el imaginario colectivo español, resultando códigos creativos propios y no extraños o autoimpuestos, por que aunque se diga que la imitación es la forma más sincera de admiración, todo tiene un limite.
Francesc Garrido (Abel) y Aida Folch (Kay) Afortunadamente, 25 kilates pertenece a este segundo grupo de películas. Y parece que su director, Patxi Amezcua, lo tenía muy claro cuando empezó a juntar palabras para el guión. El respeto por el personaje aparece desde el primer minuto de película, pudiendo hacer parecer el arranque de la misma lenta y falta de ritmo, innecesaria y de dientes de sierra, intercalando escenas de acción con escenas dialogadas. Y puede parecerlo no por que lo sea, si no por todo lo contrario, ya que es muy necesaria para hacer creíbles a los personajes y que no sean de palo o unidimensionales, con escasa profundidad psicológica e incapaces de ver la vida sin matices, acorde con los colores de las películas donde aparecían. Sin embargo, 25 kilates si que guarde cierta relación formal con esta manera tan radical de ver la vida, y es precisamente esa radicalidad la que hace que los personajes quieran salirse indefectiblemente con al suya, ya sean principales o secundarios, dando lugar a roces, choques y tensión dramática entre ellos, lo que a la larga permite evitar el estancamiento de unos personajes que de otra manera podrían resultar estereotipados si no dejarán entrever ciertos rasgos de su personalidad cuando la historia les zarandea de un lado a otro de la imaginaria línea entre ganadores y perdedores.
Joan Massotkleiner (Garro) El establecimiento de las complejas relaciones entre los personajes, la trama dentro de la trama, hace que la película se enriquezca creando una historia simple pero perfectamente creíble, sin agujeros de guión visibles y de acuerdo con el clima social del país, lo que a su vez hace que la historia se recubra de una capa de credibilidad, un cierto “pues podría ser verdad” a lo que ayudan unos actores muy bien situados dentro de sus personajes (con una esplendida y magnética Aida Folch) que redondean la historia por completo.
Héctor Colomé (Domingo) El problema de que el arranque parezca lento no es, como puede verse, problema de la película, si no de los estereotipos a los que estamos acostumbrados a ver en este tipo de películas, pero al fin y al cabo son estereotipos que, repito, nos han sido impuestos por el cine americano de género. Cierto es que cuando no había películas españolas de este tipo, no había más remedio que creerse lo que venía del otro lado del charco y que, pocas, muy pocas veces, lograba conectar con el subconsciente colectivo patrio consiguiendo esa extraña sensación agridulce de malestar/bienestar de ver una buena película que a la vez te cuenta una historia que podría estar pasando en un barrio cercano al tuyo, cuando no en el tuyo propio.
Manuel Morón (Sebas)
Si 25 kilates se aleja de ese modelo de cercanía, es por que al principio, los personajes luchan por y para ellos mismos (a pesar, y precisamente, por tener obligaciones familiares), hasta que mediado el segundo tercio de la cinta la película empieza a coger ritmo, primero tímidamente, hasta que poco a poco va subiendo in crescendo hasta el final de la misma. Afortunadamente, la subida en el ritmo de la cinta no resulta para nada ni artificial ni a trompicones (algo que se le podría achacar al director por venir del mundo del cortometraje y que, afortunadamente, no sucede) y además posee un montaje paralelo de la preparación del tramo final de la película (que adopta sólo la parte final de la estructura de las películas de atracos, subgénero que en muchas ocasiones hace sombra a su padre creativo) que combinado con la música da el tono adecuado de inmediatez y necesidad que la película reclama para su tramo final.
Otro acierto es la elección tanto de la textura de la película como de su luz. La película va mutando en estos aspectos a medida que lo van haciendo tanto los personajes como las situaciones que van viviendo, representando de esta manera como de unos ambientes en los que casi podían calificarse de angulares, y sucios, se pasa a otros nitidos y claros a medida que la historia va madurando, y los personajes, con ella.
Sin embargo, siempre se sabe que en una cinta de esta calibre, a pesar de que los personajes se ganen la empatía del espectador, a pesar de que no hayan sido del todo culpables del destino que les han llevado a ser como son, y que en lugar de aceptar sus propias mentiras y bajar los brazos, luchan por ser dignos (como ejemplifica la amiga de la protagonista) en un mundo donde esos valores son, en el mejor de los casos un lastre para la supervivencia, es conocido, siendo uno de los definidores del género, que los personajes han de pagar cierto peaje por tomar decisiones limpias en un mundo sucio.
El responsable de todo esto, Patxi Amezcua Y es en esa tensión donde se cocinan los últimos elementos dramáticos de la historia que, si bien dejan un cierto mal sabor de boca, aunque no por ello menos inesperado, con ciertas resoluciones creativas innovadoras para el género y personajes, por otro lado acaban de definir la situación final de los personajes consiguiendo un final redondo sin cabos sueltos y que se promete, afortunadamente, esperanzador. Un final perfecto para una película que tarda lo justo en enganchar, pero que cuando lo hace, la intensidad de los personajes y de las situaciones, la simplicidad y eficacia de la historia y la originalidad en el comportamiento de los primeros, impide que sea una película difícilmente olvidable y altamente recomendable.