Cobertura de "Una cierta verdad" por Ricardo Lara Cañaberas

Desde que el cine empezó a reclamar para si mismo un espacio artístico con códigos propios, siempre ha existido la intención de que fuera una vía para ver la vida; aunque según el adagio de que “la vida siempre supera al arte”, ya se sabe que la realidad supera ampliamente (incluso a veces por goleada) a la ficción.
Tomando este hecho como incontestable verdad (y no, no es un juego de palabras con el titulo del documental), la realidad se convertirá de manera automática en la mejor guionista del mundo, y el género del documental el primero entre sus hermanos, contando para esto con la ventaja de poder disponer de personajes y lugares cotidianos, ganándose así la empatía del espectador.

Sin embargo, y siendo como es en el fondo y la forma un género cinematográfico, debe de saber enganchar al espectador con una historia interesante. Este podía ser el caso de “Una cierta verdad”, salvo que desconozco la razón del porqué se nos muestra el día a día de un hospital psiquiátrico, lo que no proporciona un interés especial máxime si tenemos en cuenta que el documental se centra fundamentalmente en la historia de un paciente fuera del hospital y el repelús que causa en el español medio el entrar, aunque sea a través de una lente cinematográfica, en un frío edificio blanco lleno de enfermos, psiquiátricos en este caso.
Sin embargo, en lo que si acierta el director, Abel García Roure, es en centrar el documental en la historia de ese paciente de nombre Javier, que haciendo muy cierto aquel dicho de que la verdad sale de la boca de los niños y de los locos, realiza algunas preguntas sin respuesta que más de una vez hubiéramos querido hacer (por ecos de tragedias perpetradas por los propios médicos) aunque sólo fuera para ver la reacción del médico de turno y, por que no, para demostrar cierto grado de cordura irónica que la sociedad ha decidido proscribir simplemente por que pone el dedo en la llaga en los fallos de un sistema en el que todos confiamos. Pero sólo (y de esto estoy seguro) hasta cierto punto y por que no nos queda más remedio, por muchas “segundas opiniones” que queramos conseguir.
Pero en el documental no sólo aparece el caso de Javier, si no que en este viaje le acompañan Alberto y otros enfermos anónimos. El problema reside en que para estos otros casos, el director traza unas historias de bastante menor profundidad(baste decir que el título del documental es una frase tal cual del propio Javier), haciendo que parezcan lo que en una película convencional serían personajes de relleno, dando la sensación de que sus casos no son tratados con la suficiente atención simplemente debido a que no se trata de ”locos simpáticos” (pero locos al fin y al cabo), como lo puede llegar a ser Javier, sesgando de esta manera el contenido del documental.

Además, adolece de un exceso de metraje, algo que podría haber evitado los 135 minutos que dura el documental, en parte por la existencia de transiciones entre los casos de los protagonistas, inexplicablemente largos y argumentalmente poco claros, que de poco o nada sirven para adornar las historias de los protagonistas, salvo para despistar al espectador haciéndole perder el hilo de la trama. A pesar de que se usan a modo de presentación y continuación de cada una de las historias, están tan desmenuzadas y desmembradas que uno no sabe si va o viene o en que orden se le está contando la historia.
Incluso con estas debilidades en la construcción de la historia, la de Javier hace más que interesante el ver el documental, siendo un acierto del director el haber elegido esa historia en concreto como núcleo del documental. De verás es una delicia ver como pone en apuros a médicos y asistentes sociales con una verborrea en algunos casos, ciertamente poco lúcida (no olvidemos que por algo está en este documental) pero en otras más clara que la luz de un mediodía de Agosto.
Y es que. . . ¿alguien puede explicar donde acaba la locura y empieza la genialidad?