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 EL SUSURRO DEL CAOS

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MensajeTema: EL SUSURRO DEL CAOS   EL SUSURRO DEL CAOS Icon_minitimeVie Dic 26, 2008 1:12 pm

Os dejo otro de los escritos que meteré en la edición de relatos breves que tengo en mente.

EL SUSURRO DEL CAOS (prólogo)

¿Qué es el hombre? El hombre es una malformación de la casualidad, un ente arrojado violentamente del caos con billete de retorno. Una broma pesada de la Naturaleza, la obra inacabada de la perfección. El hombre es un punto de inflexión en la eternidad, una grieta en el tiempo, un sinsentido atroz de la ociosidad, la venganza y de la perversión divina.
Pero además, consciente de su condena y sabedor de su inminente ejecución, el hombre divaga en el absurdo de su sinrazón esperando impotente la hora en que se le abran las puertas de bronce del sepulcro.
En el amor mitiga su agonía, en él sume su degenerativa existencia en un delirio hipnótico, en un estado permanente de embriaguez, sólo troncado a intervalos por la lucidez de la soledad. El amor es el contrapeso en la balanza del porvenir, para que su necesidad de morir se dilate en el tiempo.
Ama pues en tu espera, mientras el acecho de tu sepultura, gravita alrededor de tus pretensiones de inmortalidad.


EL SUSURRO DEL CAOS (relato breve)
Las primeras pinceladas de sol se filtraban tímidamente por las ranuras de la persiana de mi habitación, dejando a la casualidad la impresión de luminosidad de un lienzo de Sorolla. La suave brisa otoñal silbaba entre las sábanas de seda como un canon de Pachelbel. Me hallaba en ese estado hipnótico que separa la vigilia del sueño, cuando la imaginación es soberana y lo cotidiano permanece en estado inconsciente, pugnando por salir a flote como un corcho en el agua.
De pronto se abren mis párpados como el telón de un gran teatro, dejándome contemplar de nuevo la obra de la vida. Varios minutos, y el óleo de Sorolla se disipa, para dejar el trono a un motivo impresionista que muere al tiempo que de crea. Me incorporo, entumecido por la sinrazón del sueño, recordando que ha llegado el día del anhelado encuentro.

Hasta hoy, he vivido condenado a soportar mi tiempo, mis horas se sumaban mecánicamente a las horas que las precedían, construyendo así un andamiaje de instantes vacíos, inanimados, como un poema sin rima, como un cielo sin noche.
He pasado por el mundo concluyendo a su sinsentido, impávido ante sus desaires, como un prematuro epílogo de mi mismo, ante la humilde esperanza de un guiño del destino.
Qué postura adoptar ante el mundo y ante mí mismo; ¿sentimiento o razón?, ¿pasión o reflexión?
Cuando la seductora proyección de la muerte, abraza distante pero lapidaria, fugaces horas de vigilia intensa, a instantes, para que su sonrisa de espera se disipe, debes aferrarte al mundo y a la seguridad de tu distancia con lo inexorable. La deliberación de elección implica el riesgo de precipitarte en el caos, en el enorme bostezo de la vacuidad de tu conciencia. El sentimiento, ese pérfido y resbaladizo instinto que se llena al tiempo que se extingue, y resulta la paradoja más grotesca a la vez que la emoción más íntima. El diálogo más sincero y puro del sentir contigo, la percepción de un desenlace, la fragilidad de un tempo finito, hace que veas en el pasar del tiempo todos sus extremos. Ya no aceptas intervalos de gradación entre lo intuido y lo deseado, la jerarquización de su contenido es nula, de puro ser absoluto, de puro ser abstracto.

Un todo que no se puede atrapar, y que la ingenua noción de haberlo rozado te diviniza, a la vez que te devuelve bruscamente al suelo y te sepulta con el fango de la ilusión, que has permitido que de una forma distraída, se elevase por encima de ti. El sentimiento, animal mitológico, quimera que adoramos y por ello soportamos sus azotes y martirios, delirio y réquiem del que ama y odia. Esa inútil sensación de amor y de miseria, que te llena siempre que no tengas la codicia de querer sentir su esencia. Exaltaciones, ruegos, vocativos, templos erguidos con nuestros lamentos, que una vez construidos por nosotros, olvidando su naturaleza, adoramos extáticos, absortos, y nos supeditamos inconscientemente ante sus encantos. Tan dulce y venenosa caja de Pandora. La sola idea de participar de su esperanza ensalza y minimiza todo riesgo. La mimetización con la perfidia de una noche sin dueño.
El conocimiento, en él, los instantes y sucesos se acompasan, entran todos sin alardes bajo la austera tutela de la frialdad. Cada acontecimiento se mira con el otro desde la distancia, desde la colocación en el mundo, desde el batir de alas de la elegancia de lo insensible, sin permiso a la improvisación ni a la pasión. Su seguridad consiste en no dejar a los deseos bailar danza de estrellas, en no quererse, por ser ese mismo querer una relación ficticia, que no posee el rigor y el fundamento de un análisis, la imposibilidad de ver crecer un lirio en un desierto de mármol. Seguridad a costa de convertirse en materia inorgánica, de actuar mediante una canonización consensuada, de seguir, con la mirada puesta en el vacío, la rígida directriz de lo sensato y arrojar al alma a un paisaje de conceptos, donde no se creará la prohibida arboleda de lo imaginado.

Mi divagación expira en una mirada perdida hacia ninguna parte, exhausto de luchar contra mí mismo, abro las persianas y diviso la respuesta a mis dudas en el ocre del cielo. Es el amor, el amor es el cántico que seduce a la nada, la austera melodía del querer existir. Con él, ya no grita el silencio, no remueve la brisa de otoño viejas flores mustias.
Sí, es cierto, vivir es ir perdiendo terreno, y en el paseo hacia el no ser, el amor es el bálsamo, el antídoto del porvenir. Amar y ser amado, ese es el adagio de verdades que navegan por las venas del tiempo. Sin amor, solo eres una sombra sin nombre, una sinfonía de desencanto.
Como el día es claro me apresuro a salir. Abro la puerta que se queja con el lamento de un húmedo roble. Salgo al camino y sigo el sendero de otoño que abre sus hojas ante cada paso, dejando la cabaña en el recuerdo y en la lejanía.
Las cumbres de las montañas yacen inertes, abrigadas por nubes de tempesta, que rotulan, volando bajas, la flora de sus faldas. Asoman sus techos, orondos por la edad, con enorme grandeza, y la hondonada de sus valles presta a su fauna tranquila melodía.
El angosto camino se abriga con los primeros álamos, que mecen entre sus ramas el silencio y las dudas.
Sé adonde voy. Sé cual es mi destino. Soy un te quiero que se lleva el viento y se deshace en cada mujer, se diluye en el poema de una mirada.
En mi peregrinaje conjugo lo íntimo y lo exótico, y me aventuro a dibujar respuestas entre los huecos de mi soledad. Hoy será el encuentro, he de tenerla en mí, su aroma me busca desde el alba, su perfume es mi religión.

Por fin llego al lugar pactado con el destino. Hay un apacible lago de aguas inmóviles, que únicamente dibujan a intervalos círculos de una perfección inusual al beso de un insecto. Espero; la penumbra se va haciendo noche, mi espera, suplicio. Nada, el mundo y yo. Lanzo en vano súplicas al viento, y el silencio de su respuesta me desola.
No ha venido, acaso no es mía la culpa sino de mi estrella. En el escenario de la miseria permanezco inmóvil, frente a mi dios, frente a mi vergüenza. Vuelve a abrirse mi abismo, mis lágrimas caen al agua como mi alma al infierno. ¿Por qué la vida no me deja mirar a las estrellas? La miseria es el corcel que tira del carro de mi desgracia. Yo, deshaciendo el semidios que había forjado a cinceladas de esperanza, con lágrimas ácidas, me sumo de nuevo en la ciénaga de la melancolía, vislumbrando lejana y difusa mi salvación en la superficie. " Que difícil es morir ", rezaba Unamuno, que difícil... elevo sus palabras al azul del cielo y pierdo su sonido , su rastro y su aroma envueltos en un constante adiós. Daré un último trago al infinito néctar de mi vacuidad, y me daré la vuelta, deshaciendo mis pasos, fragmentando mi alma, dejándome jirones de ella en cada rama, como penitencia por creer en mi sino.

Comienzo la vuelta a casa como un Sísifo derrotado. He surcado las horas como un náufrago, envuelto en un manto de heridas. Fijo la vista en el horizonte de mi desolación, arrastrando mi dolor y destejiendo la madeja de mi existencia. El camino de retorno es el momento de la conciencia, el desierto de la ilusión.
Avanzo cabizbajo entre la maraña forestal con un lento compás. La noche me rodea, soy la noche. El camino se siente eterno, ya no vuelo por él, me arrastro en cada paso, en cada metro se abre mi tumba, cada respiración es una plegaria de rendición. No he dejado de diseñar el texto de mi lápida. El infinito se abre ante mí, la invitación informal hacia el vacío, zarandea mi delirio por el cauce de una nada próxima, inevitable, que me niega cualquier tipo de indulgencia. Soy un objeto inanimado y hueco que gravita alrededor de un abismo sin alma. Abdico ante mi ataúd, oscilo entre la humillación y la indiferencia. Tiendo hacia la estética del absoluto. Soy el náufrago que en olas de plata, es arrojado a la amplitud del caos.
Al llegar a casa voy directo al lecho, se desploma sobre él mi abyecto destino y voy durmiendo, tal vez muriendo...

Nace otro día. Al azote del viento, las persianas de mi santuario rompen su silencio en una mezcla sonora de perversión y falta de compasión, al modo del divino Sade, que fustiga incesantemente, sin fatiga, los rosáceos pechos de una joven virgen, arrancándole gritos de dolor y de impotencia ante tan desmesurado castigo. La violencia de los elementos carece de ética, pero al igual que el implacable marqués, arranca tanto al ejecutor como al espectador, una inevitable mueca de satisfacción. He ahí la extensa gama de matices de la seducción.
Hoy el viento no susurra, sino que descarga su furia tratando de acorar mi alma. Mi adusto corazón retumba en mi pecho con el sonido hueco y acompasado del péndulo de una vieja campana de cobre, que desde su acrofóbia allá en su campanario, dispensa poemas a la niebla y cánticos al alba, sin más público que su desazón.
Al abrir la ventana, advierto que el paisaje va acorde con mi estado anímico. El sol ni se imagina, es todo sombra, es todo noche, es muerte y es infierno. El único resplandor es el del rayo, tan breve, tan intenso y fugitivo, que acaso sea la vida del hombre.
Tengo que volver al lago. Yo soy instinto, pasión, voluntad, libertad... Arrastro tras de mí el lastre de mi aciago porvenir. Al salir al camino me hago hielo, mi corazón se quiebra y se deshace al contemplar, como se desgranan las estrellas lloradas del cielo, y como caen exiliadas de la bóveda celeste para avivar la llama eterna del infierno. Ya no hay camino, sólo hay humo, sólo hojas secas, sólo un silencio roto a cada paso, a cada pensamiento, a cada batir de alas de un ave de paso, la soledad en estado puro.

Veo las aves y las sigo adentrándome en el críptico escenario forestal. Camino siguiendo la escarcha que refleja mi enjuto y pálido rostro, y marcho en solemne cáfila con lo que me rodea. Mi aspecto es cacoquimio, lánguido, mis ojos desequidos por falta de emoción y lágrimas. En el imperio de mi alma se confirma la diarquía del bien y del mal.
Voy llegando al mismo sitio una y otra vez, no dejo de llegar... por fin, veo el lago, hoy de aspecto pantanoso, turbio, engalanado con hojas de nenúfares. A la orilla se atisba una forma, una silueta mimetizada con el entorno. Me apresuro hacia ella, ¡qué ven mis ojos! Es una mujer, es un ángel, es el día, la noche, la tormenta y la calma.
A medida que me acerco, columnas de luz otorgan a su rostro un delicado contraste de luces y sombras. Voy tocando el cielo con los dedos hasta llegar a ella.
Por fin el anhelado encuentro, me hallo ante la obra magna de la Naturaleza, es como una escultura renacentista, tan blanca, tan clara, tan serena y tan pura.
Su piel es un manto de seda, su pelo es el viento de otoño que viene y que va. Sus ojos profundos cielos estrellados, su mirada una invitación a la inmoralidad. Sus labios nubes granas y pétalos de rosa, húmedos, como si fuesen un amanecer. El marfil se adivina en su boca entreabierta y yo en su eterno cuello me quisiera morir. Sus pechos son dos lunas redondas bañadas de plata, besadas en sus cimas por dos gotas de miel. Su cintura el preludio de las puertas del cielo, y su sexo el perfume del hoy y del ayer. Sus piernas los pilares de un templo bizantino, arpegios sus andares del arpa de algún dios, en su espalda el pecado desciende hasta la tierra, y a sus pies mil imperios, mi alma, el cielo, el sol.

La toco con la dulzura que se toca el viento, la beso, me fundo en ella vivificando el beso de Rodin. Sólo el amor explica la existencia humana, sólo el amor tiene sentido y dirección. Sin él, siempre es oscuro, todo es absurdo, sin días y sin Dios. La música, las artes, y la comunión del alma y los sentidos, son hijos, fragmentos del imperio del amante. Sin amor, navegamos por la Nada eternamente, somos la esencia misma del vacío. La vida sin amor es sinsentido, un suicidio obligado, la muerte anticipada, no haber sido nunca, más que un hueco y una sombra en la eternidad.
Cansado de ser noche y en el momento álgido de mi peregrinar, la miro a los ojos y le rezo mi última oración.
_ Dime mujer, ¿quién eres? A lo que clavando su mirada en la mía y susurrándome con la dulzura con la que las olas mueren besando la playa, me confirma lo que siempre supe.
_ Soy tu muerte, has muerto por amor.
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