EL ARTE DEL DESMEMBRAMIENTO

EL ARTE DEL DESMEMBRAMIENTO



El arte del desmembramiento es un arte inverso. El conjunto no es arte en si mismo, sino que requiere de la virtuosa mano del escultor para sacar de lo vulgar piezas de sofisticado acabado.
El Sr. Mortis lo sabía, era un artista de la materia orgánica, en los fragmentos del conjunto culminaba su labor de artesanía. Había conseguido, no exento de dificultad, la materia prima, una joven muchacha de rasgos apolíneos le asemejaba un bloque abrupto de mármol blanco estatuario de Carrara, sacado de los picos que dominan Carrara y Pietrasanta, nacido en los Alpes Apuanos de la Toscana.

El instrumental perfectamente ordenado, requería de la pericia del artista para dar forma a un concepto, que gravitaba aun desordenado en su imaginación y su delirio.
El Sr. Mortis acompañaba siempre el inicio de su proyecto, con una ambientación muy particular; los primeros compases del "Der Ring des Nibelungen" de Richard Wagner, dotaban al escenario de trabajo de una música profunda y ricamente texturada, condición sine qua non para conseguir la concentración apropiada ante tamaña empresa de egregia consumación.
La sordidez del habitáculo y la intermitente penumbra sobre la pila de sacrificio, también añadían ritualidad a la ofrenda del artesano al patrimonio cultural que suponía su aportación artística.

Entre los graves compases del genio alemán, comienza el primer acto de la tragedia.
El filo del acero templado por la sinrazón, busca entre los huesos de la muñeca de Yaiza, un sendero hasta ahora inexpugnable. Los gritos de Yaiza ensordecen ante la pasión de su verdugo, el jadeo constante de la pequeña se mimetiza con la ópera como un cielo crepuscular en un mar en calma.
- Al fin y al cabo, no es más que otra expresión de dolor (murmulla para si el Sr. Mortis). Los lloros acompasados de Yaiza no hacen más que dotar de nuevos matices la obra del compositor, enriqueciéndola y vivificándola.
La resistencia que ofrece la mano de la joven es mínima, parece como hecha de porcelana y vídreo. No tarda en desprenderse del antebrazo ante la última cincelada de su ejecutor.
Su sangre es roja, espesa y dulce, con unos matices cromáticos dignos del ornamental aspecto de una cattleya orquídea. Brota a cada latido un caudal propio de un arroyuelo de la alta Engadina. Contradictoriamente, cada palpitación es una fuga de vida, un atajo apresurado hacia la extinción.
El Sr. Mortis toma en sus manos el miembro amputado, contraido violentamente por la sección de sus tendones y lo aproxima a su boca entreabierta, bebiendo y saboreando la pureza del nectar dionisíaco y ejerciendo de "sommelier" ante tan exquisito licor.

Revitalizado emprende el segundo acto de su atrocidad, seccionando perpendicularmente el vientre de Yaiza, para extraer cuidadosamente un feto incompleto y traslúcido, de aspecto cacoquimio, el cual bien podría servir como una lección de anatomía a pequeña escala.
El nonato es degollado deslizando el filo del cuchillo por su garganta como una nota rascada en un violín.
El último hilo de vida de Yaiza, que yace inerte y convulsa sobre la pila granítica, altar que recuerda una parada en Abu Gourab, donde se levantó el templo solar de Niuserra, se desteje al tiempo que unos huecos sonidos guturales, redundan a intervalos en la improvisada cámara funeraria. En sus ojos se dibuja ya la opacidad de la muerte.

La cocción del feto decapitado no era más que una necesidad para alcanzar un nuevo estadio de purificación. El agua en ebullición dotaba a la criatura de una maleabilidad inusual. Sus tejidos se hacian más dúctiles, más dóciles al paladar.
el cambio de estado se consumaba a la vista en un salubérrimo manjar. La tonalidad del conjunto adquiría un matiz níveo, lactescente, deshilando las tirantes fibras que se adherian a los tejidos como la hiedra a la vereda del camino.
También se apreciaba una notable reducción del tamaño de la pieza a los pocos minutos. La contracción de los órganos al calor del fuego, minimizaba el minúsculo bocado, convirtiéndolo en una ración idónea, para que su degustación no pasase de ser un mero trámite simbólico de divinización, pudiendo caer sino en la ostentación, en la opulencia y en el exceso de un gourmet vulgar.
Los crisálidos párpados de los ojos de Yaiza, pashminas de seda turca de un zoco de Ankara, fueron arrancados con el ímpetu que el azote del viento desprende la ocre hojarasca otoñal de un árbol caduco. Los globos oculares extraidos de las cuencas, dejando una cavidad como una huella labrada a base de tácitas pisadas huecas, profundas y oscuras como un trozo de materia en fuga al borde de un abismo.

La perfección de lo esférico en sus manos, réplicas de Adrastea y Pasifae, lunas menores de Júpiter resbalando entre sus dedos. Llega el momento de la extracción del primer motor. Su corazón, que se oculta receloso en la cavidad torácica, simulando la actividad del Kilauea, que late permanentemente en la parte sur de la isla hawaiana de Manua Loa. Este es rescatado de la penumbra y colocado delicadamente en un grial de plata, improvisado sarcófago del Valle de los Reyes, ansiada presa de Hécate.

Desfragmentada la obra, concluso el brevario de descomposición, desgranado el conjunto, compilado el fragmento como teleología, como una degradación semántica en busca de significado en la simbología de un fonema. Hallando en lo indivisible el sentido último, la elegancia del proceso reductivo como conducto a la deconstrucción, buscando la aproximación a la perfección fractal, delimitando el origen de la materia, el austero minimalismo de André, de LeWitt, el bosón de Higgs...
Expuesto todo como un oráculo, oscilando entre lo estático y lo estético, era preciso que lo inanimado fuese partícipe del castigo de Prometeo, dotado de conciencia por robar el fuego eterno de los dioses.
El Sr Mortis, improvisado mentor de la animación, debía ejercer de homólogo del asceta judío a orillas del Jordán, neoprofeta del Mandeísmo, de la Fe Bahá'í, como en los tiempos de los tetrarcados de Filippo y Traconítide, en la lejana época del sumo sacerdote Anás y Caifás.
Y así, hundiendo el helado acero en su vientre, agrietando su torso, dibujando los prohibidos senderos de Dunhuang, Maijishan y Longmen, fué vertiendo su sangre sobre su ingente obra imitando al dios Khem y al dios Heqet, en un intento delirante de regeneración de los miembros creados por su demencia.
La perfección que sólo se da en la muerte, elevaría su legado a los altares del tiempo y la memoria. En el que sería el postrer cometido de nuestro profeta, ávido de perpetuidad.